jueves, 23 de julio de 2009

Una mujer, envuelta en su indumentaria y con el rostro cubierto con los mechones de pelo que revoleaban en torno suyo al fino soplo del viento, cruzaba con lentitud parsimoniosa por varias calles y plazas de la ciudad, unas noches por unas, y otras, por distintas; alzaba los brazos con desesperada angustia, los retorcía en el aire y lanzaba aquel trémulo grito que metía pavuras en todos los pechos. Ese tristísimo ¡ay! Levantábase ondulante y clamoroso en el silencio de la noche, y luego que se desvanecía con su cohorte de ecos lejanos, se volvían a alzar los gemidos en la quietud nocturna, y eran tales que desalentaban cualquier osadía.
Así, por una calle y luego por otra, rodeaba las plazas y plazuelas, explayando el raudal de sus gemidos; y, al final, iba a rematar con el grito más doliente, más cargado de aflicción, en la Plaza Mayor, toda en quietud y en sombras. Allí se arrodillaba esa mujer misteriosa, vuelta hacia el oriente; inclinábase como besando el suelo y lloraba con grandes ansias, poniendo su ignorado dolor en un alarido largo y penetrante; después se iba ya en silencio, despaciosamente, hasta que llegaba a casa, y en sus límites se perdía; deshacíase en el aire como una vaga niebla. Atravesaba, triste y doliente, por los campos solitarios; ante su presencia se espantaba el ganado, corría a la desbandada como si lo persiguiesen; a lo largo de los caminos llenos de luna, pasaba su grito; escuchábase su quejumbre lastimera entre el vasto rumor del mar de los árboles de los bosques; se la miraba cruzar, llena de desesperación, por la aridez de los cerros, la habían visto echada al pie de las cruces que se alzaban en las montañas y senderos; caminaba por veredas desviadas, y sentábase en una peña a sollozar; salía misteriosa de las grutas, de las cuevas en que vivían las feroces animalias del monte; caminaba lenta por las orillas de los ríos, sumando sus gemidos con el rumor sin fin de las aguas.

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